En 1978 Villa Fátima era un paraíso de casas de barros y caña brava, sus habitantes aún conservaban en sus rostros ese aire a ranchería y respiraban un ambiente legendario de familias inmemorables de indígenas Wayuü y en sus mentes retumbaban como Kasha los mitos y creencias de sus ancestros.
Para entonces, Riohacha era la ciudad distante que suministraba el complemento a sus vidas y el sitio para vender el fruto de su pesca. Cada mañana, como hormiguitas arrieras, los niños desfilaban hasta los colegios cercanos tratando de encajar en un mundo ajeno con costumbres extrañas.
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